Las dos tumbas anónimas

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Urbanhistorias de Cuichapa

Gustavo Martínez Contreras

Hace mucho, pero mucho tiempo… Corría el año de 1939, de Villa Cuichapa solo había unas cuantas familias asentadas en Cuichapa Viejo, los árboles cubrían casi la totalidad del pueblo, donde ardillas, conejos, tepexcuintles, zorrillos, armadillos; palomas, grullas, garzas, patos, monos y tordos vivían en total armonía.

Los pozos petroleros atraían gente de fuera, tal era el caso del señor Aguirre quien dejó su Guanajuato natal para probar suerte como petrolero, ya llevaba algunas lunas por estos rumbos y aquí estaba muy quitado de la pena, era un sábado por la tarde y se encontraba en la cantina del pueblo (una choza de palma) tomándose unos aguardientes.

La plática era amena, los licores fluían cuando llegó un forastero quien fue directamente con Aguirre soltándole a quemarropa “vengo de Guanajuato y vine a matarte”, cuentan que Aguirre ya sabía de qué se trataba el asunto: cosas de la tierra donde la vida no vale nada.

-Me agarras indefenso, vale. Dijo Aguirre.

-Pues ve a buscar con qué. Contestó el paisano de Aguirre.

Aguirre tomó camino hacía su casa, y al cabo de un rato regresó con su pistola en la cintura y se dirigió al forastero como quien fuera su amigo.

-Hace buen día, brindemos con los amigos presentes.

-Aquí, uno de los dos sale sobrando. Contestó el forastero.

Todos recibieron su trago de aguardiente, la tensión se podía cortar con un cuchillo, los parroquianos expectantes y nerviosos por el encuentro explosivo de ese par de amigos con viejas rencillas. Tomaron sus tragos y salieron al patio de la cantina.

Los testigos afirmaron que el forastero disparó primero, cayendo por el suelo Aguirre quien, a su vez, desenfundaba y disparaba a su paisano poniéndole una bala entre los ojos, en la misma inercia, Aguirre continuó disparando hiriendo a un parroquiano, quien ni la debía ni la temía, en la pierna.

Los oriundos de Guanajuato quedaron tendidos en el suelo, los cuerpos inertes eran el mudo reflejo del asombro general, nadie supo a ciencia cierta cuál fue el agravio que traía el forastero, vino, se las cobró a Aguirre y ahí quedó con la frente sangrante.

Amadeo Torres Montalvo, agente municipal, dio aviso a Moloacán para el levantamiento de los cadáveres, pero no fue sino hasta el tercer día, los muertos despedían olores insoportables de respirar, cuando el juez Martín Luis Nava ordenó que fueran transportados hasta la cabecera municipal.

Se habilitaron dos bueyes como carrozas andantes, el traslado llevó horas de camino y el rastro de olor a muerte iba quedando en el ambiente. Se dio fe de la muerte de los viejos conocidos, nadie reclamó los cuerpos que fueron depositados en sendas tumbas anónimas en el panteón de Moloacán.

Así acabaron las vidas, de dos hombres muy valientes, que por viejas rencillas, dejaron familias dolientes, así acabaría el corrido no escrito de los “arribistas”.

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